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El Fatalismo como justificativo para la inacción

Hablando con una amiga sobre los motivos de la existencia de La Fundación Un Mundo Un Pueblo se llegó en un momento de la conversación a insinuar que el mundo estaba en tal situación que la única salida posible era aceptar “lo inevitable de una guerra nuclear”, y pensar que después de aquello recién se podría iniciar un ciclo de esperanzas y reconstrucción. Nada más falso que éso. Nada más miope que no reconocer el trabajo de grupos e individuos aislados y en distintas partes del mundo que, desde distintas tribunas improvisadas y desde áreas sin nexo alguno entre sí pregonan, se aglutinan y luchas por ideales y conciencias que ven no ya lo utópico de un mundo ideal sino lo desesperante, apremiante y constreñido del mundo en que vivimos y de la situación creada por ideas, conceptos y posiciones que nos arrastraron a entender al mundo y nuestra existencia en términos solo de fatalismo.
La respuesta fue clara y contundente, es indudable que por el hecho de nacer y tener que morir no se justifica una posición de inacción en lo social hacia objetivos ideales individuales de lo que debe ser una sociedad según uno mismo y para el conjunto. Este es un elemento natural de nuestra existencia y no está en manos del ser humano regir su evolución ni su permanencia sobre esta tierra, ni tampoco puede decirse que si algunos llegan a los 100 años todos debemos llegar a los mismos límites de edad. Pero hay que separar ésto de la existencia natural, (ya que, natural es nacer, pero también natural es morir), de los conceptos y principios fatalistas para condicionar el período transcurrido y compartido en lo social, entre estas dos fechas.
Se llega a confundir de tal manera esta posición que pareciera normal referirse a una y dejar implícito la otra. Pero no es así. Llegamos a entender nuestra existencia como fatal por la gran cantidad de acontecimientos que se nos presentan o que nos presentan a diario en donde el elemento “muerte no natural” coartar la vida de infinidad de nuestros semejantes.
Llegamos a entender nuestra existencia como fatal luego de decenas de siglos en los que se inculcaban principios de civilidad, correspondencia y amor hacia el prójimo y de respeto a D’s contrapuestos a la práctica diaria de codicia, avaricia y mentira cuando no de violencias en todos los órdenes, corrupción en todos los niveles y ansias de poder desmedidas por parte de individuos que por cualesquiera motivos descollaban de la media social. Todo ello agravado con creces, aún en los sistemas menos malos de gobierno, por la aceptación popular suicida de otorgar a sus representantes inclusive las decisiones de vida o muerte, como en el caso de decisiones de guerra.
Vivimos un momento de la historia universal donde el ser humano no solo hace un análisis de sí mismo como elemento integrante de un aquí y un ahora sino que se proyecta en el tiempo hacia adelante y hacia atrás, si es válida tal proyección temporal bidireccional, y se ubica como partícipe y protagonista de tiempos y acontecimientos históricos “imposibles de controlar y revertir” en la actualidad y hacia el futuro.
El ser humano de hoy se proyecta hacia otros seres humanos, y salva diferencias superfluas y encuentra que sin importar las latitudes ni habitat circundante todo hombre o mujer es su semejante. Encuentra que las premisas impuestas durante siglos: de que un hombre es distinto a otro hombre y que su existencia se debe más a un concepto fatalista de supervivencia que a su derecho natural a vivir son, teorías impuestas por intereses creados de individuos e instituciones reñidas con los principios absolutos e inherentes a las conciencias humanas. Encuentra que después de siglos de ceguera popular donde inclusive el individuo fue aglutinado en masas y movido como tal, se descubre la potencia intrínseca de la acción individual y colectiva, inclusive contra poderosas instituciones recolectoras, subvencionadas por presupuestos espúreamente conformados y pseudo representantes de las colectividades mundiales.
Así llegamos, hoy, a sentir casi como parte de nuestro legado de vida, conceptos fatalistas que nos arrastran hacia el escepticismo casi absoluto y nos reducen a simples números robándonos sin sentirlo nuestra potencia de seres humanos.
Así sentimos que lo que queremos como individuos en tener “éxito en algo”, para ser reconocidos por el sistema instituido, sin darnos cuenta que éstos también son finos y delicados hilos de la trama sutil y centenariamente tejida.
Así llegamos, hoy,  a no diferenciar entre nuestro derecho a vivir y aceptar nuestro destino natural, y la amenaza y la imposición a que debemos sobrevivir en un mundo y en una comunidad de naciones que lamentablemente muchos todavía dicen que no podremos cambiar.
Mauricio J.Yattah

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