El procedimiento económico fundamental de la humanidad es
la Unificación. El hombre, mucho más que los animales, tiene el poder de
unificar sensaciones, ideas y sentimientos a través de una característica
común y representarlos por medio de un signo exterior.
Este signo tiene el nombre de Símbolo.
El Símbolo, por lo tanto, da forma concreta a la primera
unificación, y si es reconocido y aceptado por otros hombres, los ayuda en
su recíproca comprensión y actividad; por lo tanto, según la definición de
la economía raciona, se realiza una verdadera operación económica, que es
muy elemental, pero, sin embargo, fundamental.
El símbolo tiene que excitar nuestros sentidos,
despertando su atención: los que responden casi exclusivamente son la vista
y el oído, y excepcionalmente, el tacto.
Toda nuestra vida cotidiana está saturada de símbolos,
que nos rodean, y por medio de ellos llegamos adonde nuestra experiencia
directa nunca podría hacernos llegar.
Renunciar a los símbolos significaría destrozar de golpe
toda nuestra civilización.
Los pueblos primitivos usaron gestos, mímica y
distintivos; sin embargo, la verdadera civilización tuvo su primer impulso
cuando se adoptó el símbolo fundamental, que es la palabra.
La escritura, ya sea jeroglífica o figurada, es el
símbolo visual de las palabras, es decir, un símbolo de símbolos, por lo que
representa un progreso enorme.
La invención del alfabeto, sucesiva a la de la escritura,
tiene, aún más, un valor económico arrollador.
Símbolos valiosos fueron los números romanos; más la
numeración arábiga, es decir, la escritura decimal, representa un
descubrimiento económico superior, porque permite obrar sobre aquellos
símbolos, por medio de las conocidas operaciones aritméticas.
Símbolos de enorme valor económico son los esquemas, los
diagramas, las gráficas, los mapas, los planos, los dibujos técnicos, las
estampillas, las marcas, los sellos, como las señales de rutas de los
ferrocarriles, marítimos y aéreos, etcétera.
Y en el campo científico, la unificación domina; la
botánica y la zoología inician su vida científica sólo cuando Linneo y
Cuvier logran clasificar los seres vivientes, esto es, unificar en grupos,
familias y especies, las plantas y los animales, adoptando un Símbolo
–Nombre- para cada unificación.
Todas las ciencias, desde la física a la química o a la
gramática, como cualquier rama de la sabiduría, no son más que una trama de
Unificación de fenómenos bajo una característica común.
Todas las matemáticas, hasta sus cumbres más altas, son
simbolismos.
Símbolos son las medidas, símbolos son las monedas.
Símbolos de prestigioso valor son los nombres de las
enfermedades que hacen la unificación de los síntomas en la medicina.
También todo el arte es simbolismo –literatura, pintura,
escultura, música, etcétera-. Pero debiendo ocuparnos sólo del campo
positivo, no nos extenderemos sobre el simbolismo en el arte.
Los símbolos están tan enraizados en nuestra vida social,
que nosotros comprendemos su importancia sólo cuando ellos nos faltan.
Sin los Símbolos es absurdo realizar cualquier acción, no
sólo económica, sino simplemente colectiva.
Cuando los hombres quisieron elevar la Torre de Babel
hasta el Cielo, narra la Biblia que Dios, para impedirlo, hizo una cosa muy
sencilla: confundió los idiomas de los obreros, es decir, les quitó el uso
de un símbolo: la palabra ¡Y la obra quedó inconclusa! La importancia
económica de los Símbolos se pone aún más de manifiesto cuando efectuamos
operaciones con ellos.
La primera operación es la Ordenación, la cual es posible
sólo cuando se consideran categorías de Símbolos que se pueden disponer
según una sucesión natural o convencional, como por ejemplo, los números,
las letras del alfabeto, las fechas, las horas, etcétera.
Si después hacemos corresponder cada elemento de un grupo
homogéneo de Símbolos con cada número, cada letra, cada fecha, cada hora,
etcétera, el grupo queda ordenado, y se podrá, si se quiere, encontrar de
inmediato cualquier elemento suyo, conociendo el número, la letra, la fecha
o la hora que le corresponde.
Esta operación es conocida por todos, y constituye una
parte esencial de nuestro diario vivir.
Renunciar a esta operación sería hoy inconcebible. Basta
pensar, desde la dificultad de buscar una palabra en un diccionario, si las
palabras no estuvieran por orden alfabético, hasta la casi imposibilidad de
hallar una persona en una gran ciudad, en la cual ni las casas ni los
teléfonos tuvieran números.
Y esta operación de ordenación es tan difundida, que no
sólo los presidiarios, sino hasta nosotros mismos tenemos un número, más
aún, varios números, así que actuamos en las escuelas, en los hospitales, en
las oficinas, y en cualquier trámite o expediente referente a nuestras
actividades.
Y las bibliotecas, los archivos, el calendario, y toda la
historia ¡serían un caos sin la ordenación!
El alcance de la ordenación se torna pues trascendental,
cuando ella se refiere a las medidas.
Las medidas no son más que símbolos especiales de
ordenación, que expresan las características de tamaño, con referencia a un
tamaño elegido como unidad de medida.
¡La medición, con su claridad de precisión, ilumina todo
nuestro conocimiento!
Donde hay posibilidad de medir, el campo de acción es
tranquilo, sereno y reina la concordia; ¡porque la exactitud no admite
discusión!
Donde no hay esta posibilidad, todo es confuso, equívoco
y nebuloso; ¡contrastan las opiniones, nace la duda y reina la discordia!
¡Con cuánta serenidad actúan los físicos que miden hasta
el peso de los electrones, y los astrónomos que miden la distancia entre las
estrellas, y hasta los cajeros de los Bancos, que manejan millares de
millones, en el más perfecto orden!
¡Pero cuánta turbulencia, alboroto y agitación entre los
políticos, que hablan de cuestiones económicas, buscando disfrazar su
impotencia para medir el valor!
Los elementos de un grupo también pueden tener en común
varias clases de tamaño –denominadores-. En este caso, la práctica elige,
para la medida, un tamaño entre todos, y desecha los otros.
Por eso la práctica aconseja que los pasajeros se midan
por número, y el pescado por kilos. Nada impediría que esto se hiciera al
revés.
Y así, por ejemplo, las naranjas, en su origen, se miden
por su número, los ferrocarriles las tasas por su peso, los navíos por su
volumen, y la aduana por su peso, mientras los importadores las compran por
cajones, y los consumidores las pagan por docena.
La elección de los denominadores tiene una gran
importancia confiada hoy al empirismo, porque no es suficientemente
apreciada.
El uso de diferentes unidades de medida, denominadores,
en los distintos tiempos y lugares es causa de confusión y despilfarro, y es
muy lastimoso el espectáculo de los actuales sistemas de medidas tan
diferentes que adoptan las diversas naciones.
The Economist informaba recientemente que la diferencia
entre los tornillos británicos –de Inglaterra- y decimales –de Estados
Unidos- ¡les hizo malgastar en la guerra mundial más de diez millones de
dólares!
Un ejemplo nos dará la sensación de la importancia cabal
del común denominador. Si alguien nos pide la diferencia entre ¾ y 18/25
nosotros quedamos perplejos. Si en cambio, nos repite la pregunta,
expresando en otra forma las mismas fracciones, es decir, 75/100 y 72/100
nosotros sonreímos por la ingenuidad de la pregunta.
Es evidente que la unidad de medida, de todos modos
elegida, tiene que permanecer invariable, en el tiempo y en el espacio,
porque su variación, no sólo es causa de molestia y derroche, sino de
verdadera injusticia.
Esto se manifiesta en forma cabal, en el caso especial
del tamaño que se llama valor.
La moneda expresa la medida del valor. Sin embargo, no
hay en el mundo una moneda única, sino que hay una moneda para cada Estado,
con el agravante de que en cada Estado la moneda nunca ha mantenido su
valor, en el tiempo, es decir, que no ha sostenido su poder de compra.
Esta variación en el tiempo y en el espacio, que todos
conocen, provoca trastornos muy graves ¡hasta la pérdida completa del valor
de la moneda y de todos los créditos que estaban expresados en aquella
moneda!
Volveremos sobre este asunto en forma más detenida.
La segunda operación que se puede realizar con los
Símbolos es la Identificación.
Un objeto puede poseer varias características, de forma,
de color, de peso, de materia, de sabor, etcétera, y también de calidad, de
pertenencia, etcétera, las cuales son expresadas por un símbolo
separadamente, y por lo tanto, a dicho objeto puede corresponderle un grupo
de símbolos.
Por otro lado, si consideramos a nuestro arbitrio un
grupo cualquiera de Símbolos, no siempre hay un objeto que corresponda a
todos ellos.
Si en la vida real no existe este objeto, aquel grupo de
Símbolos representa un objeto fantástico, que, sin embargo, puede tener
también su importancia. Basta mencionar toda la literatura infantil,
novelística, dramática, mitológica, fílmica, etcétera, donde casi todo es
producto de la imaginación. También notamos en el campo matemático, por
ejemplo, los números imaginarios que son de mucho auxilio en electrotécnica,
mientras que a los fantásticos espacios a cuatro dimensiones está conectada
la moderna y asombrosa teoría de la Relatividad. El mundo "fantástico" es
infinitamente más amplio que el mundo "real". Toda la realidad no es sino un
punto en el espacio infinito de la fantasía.
Si, en cambio, este objeto existe y es único, se realiza
la identificación por medio de símbolos, operaciones de enorme importancia
práctica cotidiana.
Por ejemplo: un hombre cualquiera tiene cuatro símbolos
–nombre, apellido, edad y lugar de nacimiento- que son comunes a millones de
individuos por separado, ya que aquellos Símbolos en su conjunto,
identifican a un hombre solo, en general.
Todos conocen y diariamente controlan el alcance de estos
cuatro Símbolos.
Cada una de las infinitas estrellas se identifica
solamente con dos Símbolos, como la balsa de los náufragos en el inmenso
océano: la longitud y la latitud.
Para entender de golpe la importancia de la
Identificación, basta considerar que toda la literatura, la imprenta, los
periódicos, las cartas de todos los siglos, de todos los países europeos y
americanos, se reducen a diversas agrupaciones de no más de treinta
símbolos: los signos alfabéticos. ¡Y siempre, y sólo con esas letras, se
escribe y se imprime cada día algo nuevo!
Lo mismo ocurre con las notas musicales, y los Símbolos
que dan vida a otras artes, pero que al estar fuera del campo positivo,
quedan al margen de nuestro estudio.
La tercera operación que se puede realizar con los
símbolos, es la clasificación.
En efecto, puede ocurrir que un grupo de símbolos que
tienen entre sí características comunes, puede representarse con un solo
símbolo, y a su vez éste, junto con otros símbolos, puede representarse con
otro símbolo, etc. Se forma así, entre todos estos símbolos, una jerarquía
que recuerda los árboles con sus ramas.
Cuando esto ocurre, se logra un éxito de naturaleza
científica, cuyo alcance económico, en el sentido de nuestra definición de
economía, es evidente.
No sólo el conocimiento de las diversas especies,
familias y grupos de plantas, animales y minerales, sino la comprensión de
los fenómenos naturales y sus relaciones entre sí, se consiguen con mayor
claridad y facilidad, mediante la clasificación, sino que además, se deducen
sugerencias de analogía, que nos hacen penetrar aún más en el conocimiento
del mundo que nos rodea.
La clasificación es un alcance que todas las ciencias
buscan con ansiedad, y no sólo las ciencias naturales y la medicina, sino
también las ciencias físicas y matemáticas.
En la ciencia, la clasificación es tan importante, que
hay filósofos que niegan a la ciencia un valor de conocimiento y le conceden
solamente el valor económico de clasificación.
Las clasificaciones de los fenómenos, constituyen en las
ciencias, las leyes y el conjunto de leyes dan consistencia positiva a las
ciencias.
También en la vida social hay leyes, enraizadas en las
costumbres, y sancionadas por el Estado, y todas por ejemplo de unificación,
cuya importancia económica, no hace falta ilustrar.
Cabe aquí también, poner en evidencia otras leyes, que
son aceptadas espontáneamente por dos contratantes, o más, y que se llaman
contratos.
La forma de estos contratos es perfectamente libre; sin
embargo, en ellos hay a menudo cláusulas que resultan de la conveniencia de
todos los contratantes, por su equidad, y por lo tanto se repiten en otros
contratos.
Hay contratos constituidos casi completamente con
cláusulas unificadas. Los códigos comerciales de muchas naciones derivan, en
su mayoría de sus artículos, de estos contratos unificados. Volveremos a
ilustrar, la importancia cabal y trascendental –en el campo económico- de
los contratos unificados.
Pasando a un campo más amplio y más complejo, examinemos
la unificación de las "relaciones" que presentan sinnúmero de variedades.
Las más simples son expresadas por preposiciones
–posición, tiempo, causalidad, procedencia, dirección, etc.-.
Las relaciones de modalidad son expresadas con adverbios.
Sin embargo, las relaciones que queremos expresar, en general, son
representadas con varios símbolos, es decir, con varias palabras.
Y estamos tan acostumbrados a expresar estas relaciones
con palabras, que no sólo, a veces, pensamos con palabras, sino que muchos
están convencidos de que las palabras son esenciales para nuestro pensar,
mientras nos proporcionan simplemente una ayuda, en verdad muy notable, pero
sólo de naturaleza económica.
En efecto, los sordomudos analfabetos conciben, también
ellos, estas relaciones, sin referencia alguna con las palabras, que ellos
no conocen. Y nosotros mismos abandonamos las palabras después de intuido el
pensamiento que ellas expresaban, y, si lo necesitamos, lo manifestamos con
otras palabras, hasta en un idioma diferente.
Como se ve, el símbolo de unificación acompaña la
actividad de la mente humana en todo su desarrollo, y ayuda al hombre
íntegramente en su actividad diaria.
Antes de ver otras unificaciones: las materiales y las
sociales en particular, tenemos que considerar el error de la unificación,
ya sea por deber científico, ya sea, para poder evitar sus consecuencias
peligrosas.
¡Todas las unificaciones contienen errores!
Excluyendo los errores debidos a mala fe, la cual a
menudo envenena el uso de los símbolos –mentiras, monedas falsas, firmas
apócrifas, etcétera-, tenemos que poner en evidencia un error que nunca
falta, que no puede faltar, más aún, que acompaña a la Unificación como una
sombra.
Este error nace en razón de que la Unificación es una
acción mental, subjetiva, humana, mientras que todo lo unificado es un
conjunto que existe por sí mismo, y que, naturalmente, no tiene que
referirse, ni podría hacerlo, a nuestra acción mental. Por lo tanto, en toda
unificación, queda una zona gris, casi una penumbra, donde hay elementos de
conjunto que no sabemos si están unificados, y otros que están unificados,
pero que no lo merecen.
Las matemáticas son inmunes a este error, porque actúan
sobre símbolos abstractos, construidos por la mente, y por lo tanto
idealmente perfectos.
Cualquier otra unificación es solo aproximativa.
La muy conocida afirmación de: No hay regla sin
excepción, expresa acertadamente este mismo concepto.
Las unificaciones, muy a menudo, no son más que nubes,
las cuales, a lo lejos nos parecen netamente recortadas en el cielo,
mientras que de cerca revelan su contorno mal definido: son como los
escenarios teatrales, que pueden darnos por completo la ilusión de la
realidad, mientras que observados directamente se reducen a groseras
pinceladas.
Y hasta en física, tan rigurosamente científica, sus
leyes que son unificaciones de fenómenos, se disuelven y se refunden cada
día en otras leyes, más adherentes a los fenómenos, y que, sin embargo,
todos comprenden que son transitorias.
Alejándonos del sereno campo científico, y recorriendo el
amplio campo en el cual la mente humana actúa, unificando, llegamos a las
groseras leyes de derecho civil y penal, tan imperfectas, que los fallos de
los jueces, a menudo son anulados por otros jueces, y casi siempre todos los
interesados quedan descontentos. El derecho de gracia y de indulto es la
confirmación más aplastante de la imperfección e insuficiencia de las leyes
y los Tribunales, es decir; la legalidad no alcanza a la justicia.
Este fracaso impulsa a los legisladores hacia el
perfeccionamiento de la ciencia jurídica; sin embargo, como ocurre además en
todos los otros campos, este perfeccionamiento es buscado técnicamente y no
económicamente.
¡El resultado es desastroso!
La ciencia jurídica quiere solucionar el problema,
persiguiendo la perfección analítica, multiplicando códigos, leyes y
reglamentos.
La masa de leyes, que, con ritmo acelerado se va
acumulando en todos los estados del mundo, hoy ya empieza a preocupar, y
mañana será el blanco de los sarcasmos de la posteridad, por su dirección
antieconómica debida a falta de genialidad unificadora.
Por otro lado, hay un punto crítico, que no debe superar
la ley, en su unificación, para que las ventajas económicas de la
unificación no sean compensadas y anuladas por la injusticia: eso es debido,
precisamente, al error en aquella unificación.
Contra el error de la unificación, no hay otro remedio
que la mejor elección de la característica de la unificación misma.
Esta elección es obra de intuición, que sigue y concluye
un detenido análisis de las diferentes características.
El error debido a la unificación constituye la diferencia
entre la teoría y la práctica, ambas en eterno antagonismo.
La práctica, sin embargo, es la que tiene razón. La
teoría no es más que una unificación provisional, preciosa como unificación,
pero destinada a una creciente perfección, y por lo tanto, encontrarla en
falta no basta para condenarla, a la vez que constituye una crítica útil
para su perfeccionamiento.
Por eso resulta necio decretar su abandono sin proponer
otra teoría que unifique mejor que la actual.
En el diario vivir, el error que siempre acompaña como
una sombra a aquel símbolo de unificación, que es la palabra, provoca muchas
consecuencias desagradables que todos conocen en su alcance y sus efectos.
Recordemos todas las equivocaciones, las incomprensiones,
las confusiones, etcétera, que puede producir una comunicación verbal o
escrita.
Los efectos del error provocado por la palabra, alcanzan
además, valores prácticos imponentes en la continua evasión de la ley.
Dice un refrán: Hecha la ley, hecha la trampa.
Este refrán, que es un reproche a la perfidia humana,
demuestra al mismo tiempo, la inevitable imperfección de las leyes, que, por
ser expresadas por medio de palabras, soportan todo el peso de la
imperfección, no sólo de la Unificación que buscaba la ley, sino de las
palabras que expresan la ley misma.
Grande y profunda es la diferencia entre la justicia y la
legalidad. La primera está en nuestra conciencia; y la segunda en nuestras
palabras. La primera podrá resplandecer en luz de perfección; la segunda
será siempre el mezquino resultado de la acción de la palabra que busca en
vano expresar por completo una idea.
La renuncia a la refinada justicia individual,
sacrificada en aras de la legalidad, es decir, de la unificación, representa
un gran progreso económico y social, que simboliza el creciente
desenvolvimiento de la solidaridad humana.
La disciplina es un ejemplo de esta solidaridad; no sólo
la de las escuelas o de los cuarteles, sino la de las costumbres que, en
general, tienen un contenido económico unificador.
La disciplina social domina la vida civil. Consideremos, por ejemplo,
entre mil vínculos, el calendario con su repartición en meses y semanas, y
con sus días feriados. No hay duda que la libertad individual está demasiado
sometida a él; y sin embargo ¡nadie protesta, ni nadie propone o piensa
rebelarse y anular el calendario, en nombre de la libertad!